Un gato llamado Rodilardo hacia tal matanza de ratones, que apenas se veía uno, de tantos como había metido en sepultura. Los pocos que aún quedaban, sin atreverse a salir de su agujero se hallaban reducidos a comer su hambre. A sus ojos, Rodilardo pasaba no por un gato, sino que por un diablo carnicero.
Una noche que Rodilardo partió hacia los tejados en busca de su dama, y mientras con esta se entregaba descuidado a la orgia, los ratones tuvieron junta en un rincón sobre su necesidad urgente. Desde el principio el decano, varón más que prudente, sostuvo que tarde o temprano había que colgar un cascabel del cuello de Rodilardo, de modo que cuando éste partiera en guerra contra ellos, pudieran todos esconderse bajo tierra advertidos de su presencia. Tal era el remedio, y no sabía otro. Fueron todos de la misma opinión; nada les pareció mas a propósito. Solo había una dificultad: poner el cascabel al gato.
Un ratón dijo: ¡Yo, por mí, no voy; no soy un tonto! Y añadió el siguiente: ¡Yo no sabría hacerlo! De tal manera que al fin se separaron sin adoptar acuerdo.
Muchas vanas reuniones así he visto, y no de ratones, si no de grandes personajes. Para deliberar, la corte está llena de consejeros para cumplir, nunca nadie comparece.